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El amor en el Museo del Prado

Bloggin Madrid

Con las obras de arte que alberga el Museo del Prado sería posible ilustrar un romance completo, desde que los enamorados se conocen hasta que acaban en boda o separados para siempre. Con motivo del día de San Valentín -14 de febrero-, nos paramos delante de una selección de cuadros y esculturas que forman parte de la colección permanente de la pinacoteca. Por Ignacio Vleming.

Historia de un cassone

Tal y como narran casi todas las historias, los enamorados sólo piensan en el amor y cuando no son correspondidos lo viven de manera torturada. Todos sabemos que es parecido a una enajenación mental y a veces nos impele a utilizar las estrategias de seducción más estrafalarias. ¿Acaso alguien puede decir que no? Menos mal que con los siglos los métodos de conquista se han refinado, porque las tres pinturas de Botticelli que conserva el Museo del Prado y que son las tablas de un cassone de esponsales, nos hablan de un hombre capaz de hacer cosas terribles, como es recurrir al miedo que provocan los fantasmas y las apariciones. La historia que cuentan son un pasaje del Infierno de los amantes crueles, recogido en el Decamerón de Bocaccio.

Un día, cuando el enamoradizo Nastagio (el de las calzas rojas) paseaba por el bosque, tuvo una extraña visión, la de un caballero que perseguía a mujer hasta abatirla y extraerle el corazón. Nastagio, enamorado profundamente de la hija de Paolo Traversari, que le rechazaba una y otra vez debido a que ella tenía más alcurnia, decidió organizar una merienda en este mismo lugar. Entonces la visión volvió a repetirse con la violencia esperada. La dubitativa dama se asustó muchísimo e inmediatamente aceptó el matrimonio, tal vez porque se sintiera amenazada. Imagino que esta sería la advertencia que Lorenzo de Medici quiso lanzar a los Pucci y los Bini cuando les regaló este bellísimo cofre con motivo de la boda de dos miembros de sus familias.

Venus y Adonis

Pero este método no hubiese servido para seducir a los desaprensivos que nunca siente miedo. Por suerte a veces no hay que hacer demasiado esfuerzo. Por ejemplo Adonis, el más hermoso de todos los cazadores de Fenicia, se enamoró de Venus en un instante, ya que el azar estuvo de su lado. Este mito, narrado por Ovidio en Las metamorfosis, puede seguirse de principio a fin en las salas del museo, gracias a las obras de Caracci, Tiziano y Veronés. En la del primero se representa el momento en el que el joven encuentra a la diosa. Al apartar éste unas ramas en busca de su presa, ella se sorprende y sin darse cuenta se pincha con una de las flechas del carcaj de Cupido. ¡El amor les embriaga en cuestión de segundos!

De todos era sabido que Adonis moriría un día de caza, así lo habían anunciado el oráculo. Sin embargo, Venus no era capaz de impedirle que fuera al bosque, se le veía tan hermoso…. En la pintura de Tiziano vemos el momento en el que la diosa trata de retener a su amante. Destaca el equilibrado juego de líneas, en el que las extremidades de las figuras parecen componer un molino de viento.

Por fin un día sucedió lo que se esperaba. Veronés ha escogido la escena final de la historia, cuando Adonis yace herido, moribundo en el regazo de Venus. Se cuenta que las gotas de su sangre tiñeron de color las flores. Aunque lejos de parecer una escena dramática, el artista, como buen pintor de la escuela veneciana, prefiere recrearse en el lujo de las estofas o las joyas que apenas visten la desnudez de la diosa.

Amores divinos

No son las únicas flores relacionadas con la sangre. Mucho tiempo después, según recogen los historiadores griegos, de la derramada por un león nació la «flor de Antinoo». Fue el emperador Adriano quién salvó a su joven amante de sus garras. A partir de entonces no se separarían nunca hasta que el muchacho decidió quitarse la vida ahogándose en las aguas del Nilo, como un sacrificio a través del que pretendía otorgar mayor longevidad a su protector. Casi tan hermoso como Adonis, Antinoo fue deificado tras su muerte y representado en miles de esculturas repartidas por todo el imperio. En el Museo del Prado se conserva un busto de mármol de Carrara datado en el año 131-132, poco después de convertirse en un mito que ha inspirado algunos de los más bellos poemas de todos los tiempos, como los que escribieron Fernando Pessoa, Oscar Wilde o Carmen Jodra.

El amor fue uno de los temas preferidos en las cortes italianas del Renacimiento, como reflejan varias pinturas alegóricas en el Museo del Prado. Un caballero que se preciase debía saber hablar sobre el amor, sobre el amor entendido como una experiencia purificadora, pues bajo esta perspectiva ética lo entendían los humanistas. Las metáforas del amor sagrado y del amor profano, equivalentes a la idea del vicio y de la virtud, abundan en los siglos XVI y XVII. La pintura de Tiziano titulada La Ofrenda a Venus se inscribe en esta tradición. Se trata la traslación literal de un tema imaginado por el autor latino Filóstrato, que parece hablarnos de un amor sin amantes, en estado puro e incluso gaseoso, con un montón de angelotes que revolotean en torno a una escultura de Venus.

Un siglo después, El jardín del Amor, pintado por Rubens, nos propone una idea menos espiritual quela de Tiziano. Las parejas que se repiten a lo largo del cuadro, todas formadas por el propio artista y su joven esposa Helena Fourment, aparecen en distintas posiciones, en los distintos momentos del flirteo. El arte de Rubens -exponente de la gran pintura barroca en Flandes- es el arte de las sensaciones y de los placeres, y por eso crea un escenario donde sólo es posible la felicidad, curiosamente parecido al de su propia casa, como nos recuerdan las fuentes.

Bodas

«Entonces comieron perdices y vivieron felices». A veces, el siguiente paso -no vamos a decir que el último- en la carrera del amor es la boda. Hay muchas maneras de celebrarlas, por ejemplo con fiesta y baile en el campo, como la que representa Jan Brueghel «El Viejo» en uno de los cuadros del museo. El preciosismo de su pincel le granjeó una enorme fama en la corte de Bruselas. En este caso los propios archiduques aparecen representados entre los aldeanos, un gesto de propaganda política que pretende reflejar la cercanía de unos gobernantes que representaban el poder de la monarquía hispánica en pleno conflicto independentista de los Países Bajos.

También en el Museo del Prado conservamos una obra titulada Capitulaciones de boda y baile campestre, una pintura del artista francés Watteau, que remite en cierto modo al estilo de Brueghel, aunque con una paleta todavía más dulcificada. Aquí vemos a los novios firmando el contrato matrimonial mientras los otros personajes del cuadro se divierten. Ya conocen lo que dice el refrán: «de una boda sale otra boda», si nos fijamos un poco más descubriremos a otras parejas en una actitud muy cariñosa. Parece que el amor se extiende desde el centro hacia los márgenes, como una mancha roja, como la tela roja en la que se inscriben los novios.

La tercera de las bodas del museo a la que voy a referirme es la representada en un cartón para tapiz de Goya. En este caso el artista quiso aprovechar el tema para hacer una denuncia acorde con las nuevas ideas ilustradas de su amigo Moratín. Los matrimonios por conveniencia obligaban a chicas muy jóvenes, que hoy consideraríamos niñas, a casarse con señores mucho mayores. En el cuadro vemos que la esposa se ha puesto los zapatos al revés -por los nervios o porque era la primera vez que se ponía unos-, mientras por detrás el padre acaba de pagar al cura. Alrededor un grupo de niños zarrapastrosos celebran la unión.

Pero el amor puede convertirse, pese a todo lo que se ha deseado, en un yugo que a veces aprieta demasiado fuerte. Una bellísima pintura de Lorenzo Lotto, artista muy influenciado por Leonardo y Giorgione, celebra la unión matrimonial de Micer Marsilio con su esposa. El ensimismamiento que expresan los rostros de los novios, nos recuerda que en el siglo XVI munchos enlaces solían arreglarse antes de que los conyugues llegaran a conocerse, como fue este el caso. Al igual que en una foto de bodas, la pareja aparece con sus mejores galas. Mientras él introduce el anillo en el dedo de la esposa, un angelote sostiene por detrás de los novios el yugo, símbolo de una unión que pronto se haría realidad y que les ataría para siempre.

El amor más allá de la muerte

Entre los amores que sobreviven incluso después de la muerte, el de Doña Juana la Loca por Felipe el Hermoso es uno el más truculentos. Dicen que ella quedó trastornada cuando él falleció y que por eso la encerraron en Tordesillas. La encerraran por este motivo o porque su padre, Fernando el Católico, quisiera manejar los asuntos de Castilla, el caso es que Juana se convirtió en un mito romántico. Siglos más tarde, Manuel Tamayo y Baus escribiría Locura de amor y Benito Pérez Galdós Santa Juana de Castilla. Incluso Federico García Lorca le dedicó una elegía. En las salas del siglo XIX del Museo del Prado -que ahora permanecen cerradas- puede verse un espectacular cuadro de Francisco Pradilla en el que la esposa viuda decide detener el cortejo fúnebre en medio de un paraje invernal para rendir tributo al féretro de su amado.

También sobrevivió a la muerte el amor de Isabel de Segura y Diego Juan Martínez de Marsilla, conocidos como los Amantes de Teruel, «tonto ella y tonto él». Numerosas coplas recogieron esta historia que tuvo lugar en 1212, pero fue la obra de teatro escrita por Hartzenbusch la que les consagró como los Romeo y Julieta españoles. En la iglesia turolense de San Pedro se exhiben desde hace siglos los cuerpos, sorprendentemente momificados, de los dos jóvenes. Por desgracia él tuvo que marcharse a la guerra, y aunque ella lo esperó durante cinco años, acabó casándose con otro hombre. El mismo día de la boda, Diego regresó de su última batalla y ante la terrible noticia no pudo esperar. Por la noche se presentó en la recámara donde dormían los recién casados. «Bésame, que me muero». Doña Isabel se negó y al momento el perdió la vida. El marido asustado, le preguntó a su mujer por qué no se lo había dado, y ella reconoció, que pese a todo el amor que sentía por Diego, no quería faltar a su compromiso. Juntos llevaron el cadáver hasta el templo. Ante semejante gesto de honestidad, el marido dejó que al menos lo besara ahora y en ese mismo momento ella murió. Esta es la escena que representan tanto Muñoz Degrain como Juan García Martínez, en dos de los cuadros más espectaculares que forman parte de la colección de pintura del siglo XIX del Museo del Prado. En el del primero Isabel ha tirado al suelo el candelabro cuando se abalanzaba hacia el féretro.

Pintores y escritores entendieron que el deseo era el motor del mundo. Enamoradizos, infieles o celosos, estaban hechos de la misma materia que nosotros. Tanto amor en las pinturas del Museo del Prado hace latir el corazón a una velocidad de vértigo todos los días, aunque no siempre sea San Valentín.


Pese a tener un apellido de origen holandés, Ignacio Vleming se considera tan madrileño como un chotis. Es periodista y poeta, y comparte en este blog rincones, curiosidades y anécdotas de la ciudad.

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